El reciente conflicto entre Irán e Israel, independientemente de sus repercusiones militares y de seguridad, marca el inicio de una nueva fase en la relación de Irán con el mundo. Esto tiene el potencial no solo de alterar el equilibrio regional, sino también de redefinir el rumbo del programa nuclear iraní, su régimen de sanciones y sus capacidades diplomáticas. Aunque muchos anticipaban que esta confrontación intensificaría las presiones políticas y económicas sobre Irán, ciertas realidades estratégicas e indicadores diplomáticos sugieren que, por el contrario, esta crisis podría iniciar una recalibración en la política internacional hacia Irán.
Ostensiblemente, la alianza occidental sigue manifestando su preocupación por el programa nuclear iraní. Sin embargo, a niveles más profundos surge una pregunta: si las principales instalaciones nucleares de Irán han sido atacadas y completamente destruidas, ¿qué justificación queda para mantener la política de “máxima presión”? ¿No representa esta situación, pese a sus dificultades inherentes, una oportunidad para que Irán entre en una nueva fase de acción diplomática, sin tener que señalar explícitamente una retirada? Una fase en la que nuevas herramientas — como la colaboración con terceros países, el uso estratégico del silencio y la evasión inteligente de negociaciones directas — puedan sustituir el agotador camino diplomático del pasado.
Este análisis busca ofrecer una imagen clara y completa del panorama de sanciones, la perspectiva de un posible acuerdo y las vías diplomáticas innovadoras que Irán podría explorar en la etapa posterior al conflicto. La pregunta central es si Irán podrá convertir esta crisis en una oportunidad para restablecer su posición económica y estratégica, o si, por el contrario, el escenario posterior al conflicto solo profundizará los desafíos en su relación con el mundo.
Para empezar, la lógica de las sanciones siempre se ha basado en un principio sencillo: generar presión para provocar un cambio de comportamiento. Sin embargo, esta lógica solo se considera eficaz cuando la entidad sancionada conserva margen de maniobra o motivación para resistir. Ahora, tras un ataque que, según afirma Estados Unidos, afectó a partes sensibles de la infraestructura nuclear iraní, ha surgido una clara contradicción en la política de sanciones occidental: si Irán ya no es capaz de retomar rápidamente una actividad nuclear significativa, ¿cuál es entonces el significado y la justificación de continuar con una política de máxima presión?
Desde la perspectiva de observadores independientes, este punto podría representar una ruptura estratégica. La máxima presión es justificable cuando Irán avanza en su programa nuclear y el equilibrio técnico se inclina a su favor. Pero si, como afirma el bando contrario, la capacidad nuclear de Irán ha sido limitada, entonces mantener el régimen de sanciones sería menos una herramienta de política exterior y más una señal de la falta de rumbo y la inercia dentro del aparato político estadounidense.
En este contexto, algunos sectores en Teherán plantean la necesidad de adoptar una “inteligencia silenciosa”. Esta estrategia, en lugar de reacciones contundentes o campañas propagandísticas, se basa en el aprovechamiento de la ambigüedad estratégica y en ganar tiempo. Esto resulta especialmente relevante si se presentan condiciones en las que Occidente, para mantener la apariencia de éxito de su operación, se ve obligado a reducir o pausar temporalmente las presiones. En ese escenario, Irán, sin abandonar sus posiciones de principio, podría generar espacio para una recalibración del comportamiento de los actores internacionales. El punto crítico es que las sanciones solo son eficaces cuando están vinculadas dinámicamente a un objetivo específico. Si el objetivo era modificar el comportamiento nuclear, y ese comportamiento ya ha sido contenido, entonces la continuación de las sanciones no es una herramienta diplomática, sino un síntoma de la falta de una estrategia alternativa. Irán puede explotar esta contradicción, siempre que logre comprender correctamente el nuevo panorama estratégico y evite caer en reacciones impulsivas.
A partir de esta dinámica en evolución, el conflicto reciente no solo alteró los cálculos estratégicos en Teherán y Tel Aviv, sino que también oscureció visiblemente el clima político y diplomático entre Irán y Occidente. Antes de este conflicto, aunque las negociaciones nucleares indirectas entre Irán y Estados Unidos avanzaban en un frágil silencio, aún se consideraban posibles algunas vías para revivir el acuerdo de 2015 (el JCPOA). Sin embargo, ahora, tras las amenazas militares explícitas por parte de EE. UU. y su papel abierto junto a Israel, incluso esta vía frágil ha sido seriamente cuestionada.
En Teherán, muchos analistas consideran que la estrategia de apaciguamiento y compromiso cauteloso con Occidente respecto al expediente nuclear requiere una revisión profunda. Las recientes amenazas militares de Washington y sus aliados no fueron solo presión psicológica, sino que transmitieron un mensaje operativo: un mensaje que debilitó políticamente a las élites iraníes que históricamente desestimaban las amenazas de Occidente como simple retórica. Ahora se reconoce que ignorar por completo esas amenazas puede ser costoso para el país. En consecuencia, el discurso de toma de decisiones en Teherán ha adoptado un nuevo realismo: ni apaciguamiento total ni confrontación precipitada, sino una gestión equilibrada entre amenaza y oportunidad.
Aun así, la negociación directa con Estados Unidos sigue siendo una línea roja, no solo por razones de política interna, sino también por estar estrechamente ligada al prestigio estratégico de Irán. Por otro lado, la administración de Trump enfrenta desafíos internos y restricciones electorales, y no desea iniciar un proceso — en vísperas de elecciones — que pueda ser interpretado por sus oponentes como una “concesión a Teherán”. Esto es especialmente relevante considerando que el reciente conflicto ha reforzado una imagen más agresiva de Irán ante la opinión pública occidental, lo que complica significativamente el espacio para una diplomacia flexible.
Ante este estancamiento diplomático, las opciones tradicionales están prácticamente agotadas. Ni la vía de Viena resulta efectiva, ni los canales de Omán o Catar operan con la misma fluidez que antes. Por lo tanto, deben considerarse modelos innovadores, o aceptar que el acuerdo, en su forma anterior, ha llegado a un punto muerto histórico, y que ha llegado el momento de plantear un nuevo enfoque estructural en las relaciones. Una de esas ideas es la adopción de un modelo de “compromiso por terceros”, que podría resolver parte de la crisis nuclear y de sanciones sin requerir un acuerdo directo con Estados Unidos. En este modelo, Irán podría delegar parte de sus compromisos técnicos y de supervisión nuclear, mediante acuerdos bilaterales o multilaterales, a países regionales terceros como Catar, Omán o Arabia Saudita. Estos países, que mantienen relaciones más equilibradas con Washington, podrían actuar como garantes de dichos compromisos y, al mismo tiempo, negociar con el gobierno de EE. UU. exenciones específicas de sanciones para facilitar la cooperación económica y bancaria con Irán.
Por ejemplo, Teherán podría acordar con Arabia Saudita o Catar que parte del proceso de supervisión del enriquecimiento o de las actividades nucleares pacíficas se lleve a cabo a través de estructuras controladas por estos países o por organismos regionales conjuntos. A cambio, estos países podrían recibir licencias de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC, por sus siglas en inglés) del Departamento del Tesoro de EE. UU. para participar en proyectos energéticos, bancarios o de transporte con Irán.
Este modelo, aunque elude las sensibilidades políticas de una negociación directa, podría ofrecer un espacio de respiro limitado para la economía iraní en los niveles técnico y ejecutivo. Otra ventaja de este enfoque es el fortalecimiento de la posición regional de Irán mediante la institucionalización de la cooperación con sus vecinos. Tal modelo transformaría la imagen de Irán de actor amenazante a socio cooperativo, y efectivamente, contrario a la narrativa de Israel, deja abierta la vía para el diálogo regional. Evidentemente, este modelo no está exento de desafíos, entre ellos, la necesidad de Irán de ganarse la confianza de estos países, proporcionar garantías técnicas y legales suficientes, y evitar las maniobras israelíes destinadas a sabotear el proceso. Sin embargo, en las circunstancias actuales, el “compromiso por terceros” es una de las pocas opciones capaces de superar el estancamiento actual sin imponer los altos costos de un acuerdo directo.
Para comprender a fondo el cálculo diplomático en general, es necesario mirar más allá de los conflictos regionales y observar los cambios estructurales en la geopolítica global. Para analizar con precisión las sanciones y el comportamiento diplomático de EE. UU. hacia Irán, no basta con enfocarse únicamente en escaramuzas militares o amenazas retóricas. Documentos oficiales y semioficiales de la política exterior estadounidense en los últimos años indican claramente que la prioridad estratégica de Washington no es Irán, ni siquiera Medio Oriente, sino contener a China en la competencia global. Esta priorización ha generado una divergencia entre las amenazas verbales y la disposición real de EE. UU. para involucrarse militarmente o sostener una presión máxima prolongada. Aunque Washington respaldó simbólicamente y de manera intermitente a Tel Aviv en el reciente conflicto entre Irán e Israel, nunca mostró un verdadero interés por involucrarse directamente en lo militar. De hecho, muchos analistas estadounidenses advirtieron que arrastrar a EE. UU. a una nueva guerra en Medio Oriente distraería su enfoque estratégico de contener a China, controlar Taiwán y competir en lo tecnológico y económico con Asia Oriental.
En esa línea, la administración de Trump, contrario a la percepción tradicional de una política agresiva, muestra una clara reticencia a participar en guerras prolongadas y costosas en Medio Oriente. Incluso durante su primer mandato, Trump puso énfasis en la retirada de tropas de la región, la reducción del gasto exterior y el enfoque en la economía doméstica. Por lo tanto, aunque su política hacia Irán parece más hostil en la superficie, en la práctica podría preferir una opción de gestión de tensiones sin guerra: un modelo que incluya máxima presión económica, amenazas ocasionales, e incluso una negociación simulada, pero sin involucramiento directo.
En conjunto, estos factores — el cambio de prioridades de EE. UU., las recalibraciones regionales y la innovación táctica — sugieren que el reciente conflicto entre Irán e Israel fue un punto de inflexión que no solo afectó el equilibrio de seguridad regional, sino que también abrió una oportunidad para replantear la ruta de las sanciones, la diplomacia y las políticas nucleares.
Contrario a la creencia popular, esta guerra podría haberse convertido en un punto de saturación en la lógica de las sanciones de Occidente, más que en una simple excusa para intensificar la presión: un punto en el que mantener la presión sin un objetivo claro equivale a un autosabotaje estratégico. Por otro lado, el regreso de Trump al poder, con todas sus implicancias tajantes y simbólicas, oculta una realidad contradictoria: este presidente podría estar menos dispuesto que cualquiera de sus predecesores a involucrarse en una guerra costosa en Medio Oriente. La priorización de China, la economía doméstica y el enfoque transaccional de Trump indican que Irán podría aprovechar el entorno actual para diseñar un nuevo camino, uno que no necesariamente conduzca a un acuerdo clásico, sino a una gestión inteligente de las tensiones a través de herramientas informales y enfocadas regionalmente.
En este contexto, iniciativas como los compromisos con terceros países, aprovechar las capacidades de los vecinos para reducir la presión, y aplicar una política de silencio estratégico y ambigüedad calculada pueden permitir a Irán redefinir su trayectoria económica y diplomática — y hacerlo sin retroceder, sin negociaciones costosas y sin caer en la trampa de juegos de suma cero. No obstante, para que ese camino tenga éxito se requieren varias condiciones fundamentales: (1) una comprensión precisa de los cambios estratégicos en EE. UU.; (2) realismo frente a nuevas amenazas, sin caer en reacciones emocionales; (3) coordinación inteligente entre los órganos de toma de decisiones internos; y finalmente, (4) la reactivación de la capacidad económica y diplomática regional de Irán, con el objetivo de aprovechar oportunidades limitadas pero importantes.
En última instancia, la pregunta clave no es si un gran acuerdo es inminente o si las sanciones se levantarán de la noche a la mañana. La verdadera cuestión es si Irán, en este momento histórico, puede transformar la crisis en una plataforma para recalibrar su papel en el orden regional y global, de manera serena, precisa y con una visión integrada de seguridad, economía y diplomacia. La respuesta a esa pregunta no depende únicamente de factores externos, sino de la voluntad y la iniciativa dentro de Irán.
